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Confundir deseos con derechos, un error que la izquierda pagará caro

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Todas las personas, por el mero hecho de serlo, somos sujetos de derechos, que son normas que nos amparan ante la arbitrariedad del poder, y que se han ido reconociendo a lo largo de los siglos. No soy jurista ni abogada, pero por sentido común los derechos tienen que ser objetivables, es decir, tienen que descansar en la realidad exterior, comprobable, y poder ser aplicados a todas las personas de una determinada comunidad, salvo los derechos humanos, que se supone protegen a toda la humanidad. Los derechos antiguamente eran privativos de los poderosos, y esto ha sido así durante muchos siglos, hasta que se fue extendiendo la idea de igualdad y dignidad del ser humano. Muchas sociedades aún no reconocen iguales derechos para todos, y en el caso concreto de las mujeres aún queda mucho por hacer.

Pero los derechos no pueden ser confundidos con los deseos, tal y como está ocurriendo en las sociedades opulentas en la actualidad, donde la realidad objetiva se ha transformado en una suerte de fábrica de fantasía donde cada día se patenta un derecho nuevo: el derecho a ser feliz, el derecho a tener hijos –aunque sea comprándolos–, el derecho a cambiar de sexo, el derecho a ser rico, el derecho a tirarse desde un quinto piso.

Los derechos tienen que responder a necesidades objetivas, afectar a un gran número de personas, ser racionales y poder ser garantizados por los poderes públicos.

Los deseos son muy legítimos, pero no se pueden convertir en derechos, porque los deseos son sentimientos subjetivos de los individuos por muy extendidos que estén: yo puedo desear ser famosa, pero eso no lo convierte en un derecho, ni puede ser convertido en objetivo político.

Por eso, el marchamo que utiliza Podemos, el eslogan favorito de Irene Montero, “a la extrema derecha se le para con más derechos” no es más que un mantra pueril dirigido a un público insaciable que considera que cualquier ocurrencia o capricho ha de ser convertido en un derecho.

No, a la extrema derecha no se le para con más derechos, sino con políticas racionales, equitativas, eficaces, justas. Pero también con un discurso comprensible, que dé respuesta a las inquietudes y miedos de la ciudadanía. Se le para con argumentos que desmonten sus falacias, con datos que contrarresten sus aseveraciones, con ideas que no enmascaren ni tergiversen la realidad, pues nada alimenta más el extremismo que a la gente se la tome por tonta.

A la ultraderecha se la para explicando con honestidad las iniciativas políticas que se adoptan, ganándose la confianza del personal mediante el buen ejemplo, manteniendo actitudes coherentes entre lo que se dice y lo que se hace. No se puede tener credibilidad política si se predica una cosa y se hace la contraria. Ni queriendo para los demás lo que no deseo para mí.

Si lo que hoy se considera izquierda está en caída libre es porque ha abandonado esta postura racional, ecuánime, comprensible, equilibrada. Porque ha adoptado acríticamente ideas insustanciales, sin solidez ni teórica ni práctica; porque ha apostado por ponerse del lado de minorías estrafalarias –apoyadas por grandes corporaciones, farmacológicas y otros poderes– que han presentado sus exigencias irracionales como derechos humanos y han llevado estas prácticas hasta extremos absurdos y ridículos, como la idea de que se puede cambiar de sexo a voluntad, o de que hay que apoyar “las infancias trans” hasta crear un verdadero estado de terror entre las familias con criaturas influenciables.

Un ejemplo reciente ha sido el congreso que se ha llevado a cabo en Bilbao impulsado por Naizen Asociación de Menores Transexuales y avalado por algunas instituciones, cosa que debería haber disparado todas las alarmas. Apoyar ese congreso, como ha hecho el gobierno vasco, implica aceptar la existencia de niños y niñas transexuales a los que se somete a tratamientos hormonales experimentales irreversibles sin la suficiente evidencia clínica ni científica de que no sean nocivos.

La prudencia y la observación deberían ser la actitud ante el rechazo que algunas criaturas manifiestan de los mandatos de género socialmente impuestos. Los menores no tienen la suficiente madurez como para tomar decisiones que pueden afectar al resto de sus vidas, y que muchas veces se ven influidas por los deseos de los progenitores.  

Otro ejemplo no menos preocupante de esta deriva neoliberal es la declaración del Comité de Bioética de Cataluña declarando su apoyo a la “gestación subrogada altruista”, como si pudiera existir tal cosa. Como si una mujer que no tenga necesidad económica pudiera comprometer nueve meses de su vida con un embarazo para satisfacer los deseos de desconocidos, solo para hacer un favor.

Quien no vea que detrás de estos dos temas –cambio de sexo y vientres de alquiler– hay un negocio descomunal es que no tiene ojos en la cara.

En definitiva, la ultraderecha avanza porque la izquierda ha hecho dejación de sus funciones al apoyar corrientes neoliberales disfrazadas de progresismo y transgresión. Porque lo que defiende ha dejado de ser comprensible para gran parte de la población, que recibe con beneplácito las ideas simples de la ultraderecha como respuestas a los graves e importantes dilemas a los que se enfrente hoy la sociedad. Porque, paradójicamente, la izquierda ha dejado que incluso la ultraderecha aparezca hoy como depositaria de la racionalidad y el sentido común.

Así que en lugar de “parar a la ultraderecha con más derechos” para satisfacción de unas minorías infantiloides lo que hay que hacer es pararla con más hechos, con más políticas justas y racionales, con ideas comprensibles y coherentes con la realidad, y sobre todo con la defensa a ultranza de los derechos de las mujeres, conseguidos tras tantos años de lucha.

Para quimeras, orcos y unicornios ya hemos tenido bastante con Juego de Tronos, El señor de los anillos o La casa del dragón.

Juana Gallego

Profesora universitaria