El pasado viernes fue el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (yo prefiero decir contra las mujeres, porque no todas somos iguales). Dicen que estamos en un momento en el que la lucha contra la violencia que confrontan las mujeres se ha convertido en un arma de descalificación política y hacia las políticas. Yo creo que siempre ha sido así.
Recuerdo los insultos y la minusvaloración constante que sufrió en su momento Bibiaba Aido cuando fue nombrada ministra de Igualdad, porque la sociedad –esta sociedad nuestra heteropatriarcal nos guste o no el calificativo—no entendía de la necesidad de un Ministerio para generar valores igualitarios, equitativos e inclusivos entre la población. Casi 15 años más tarde seguimos sin entenderlo. Preferimos ignorar las estadísticas y descalificar a quienes defienden la urgencia de hacer cambios en la estructura social, en parte porque mantenemos fuera de la lógica del proceso un silogismo soberano: la muerte es la consecuencia más cruel de una lacra evidente, pero es el último paso de una consecución de hechos y situaciones que se conforman por una esencia imperceptible que flota en el ambiente de forma sibilina: el machismo reiterado que rodea el día a día.
Un machismo para el que resulta especialmente grave la normalización de los procesos discriminatorios que marcan nuestras vidas, por mucho que algunos y algunas intenten despreciarlo, o se ofendan al verse identificados en una recreación de situaciones desgraciadamente demasiado recurrentes, rechazando tildar como machistas comportamientos habituales que sí lo son, aunque no los identifiquemos como tales al realizarlos, lo que agrava más, si cabe, sus consecuencias.
Como feminista que soy (y pese a que no comparto esa forma de entender el feminismo que parte de la creencia de que todas hemos de pensar igual y movernos con el mismo ritmo porque no quiero ser un todo, ni me gusta sentirme tutelada, ni que me manden mensajes paternalistas para decirme cómo he de actuar y pensar, y cómo no) defiendo la necesidad de hacer políticas donde la transversalidad de género sea la base y en las que se ponga el foco en cómo romper el patriarcado que domina también en el mundo occidental, por muy superiores que nos creamos. Porque si queremos acabar con las muertes por violencia contra las mujeres, tenemos que modificar los espacios sociales y reivindicar que los hombres entren en la esfera privada y se corresponsabilicen del camino a recorrer para lograr la igualdad real, a la par que blindemos la necesidad y el derecho de que las mujeres escalen en el espacio público.
Una exposición de violencia contra una mujer en el Congreso intolerable
Por eso es intolerable que se consienta una exposición de violencia contra una mujer como la que se vivió en el Congreso la semana pasada, porque si es grave que cualquiera de nosotras sea cuestionada en su trabajo con la archiconocida excusa de “que no servimos para ese puesto y nuestro único mérito es beneficiarnos a un varón”, más lo es que se dé crédito a ese argumento en el lugar que debería ser epicentro –y por tanto ejemplo—de la democracia y, por ende, de la igualdad y el respeto. Hacerlo ahí y consentir que se haga, autoriza a su réplica en cualquier ámbito en lugar de poner el foco en lo manido de un discurso que simboliza la discriminación continuada que confrontamos a diario las mujeres.
Contra ello, urge generar lazos de sororidad y que cada una de nosotras hagamos una reflexión que parta de la autocrítica, porque es habitual querer huir de la etiqueta y considerar que nunca hemos estado expuestas a la discriminación por nuestra condición femenina, bien porque no somos capaces de identificar estos episodios; bien porque cuando tenemos cierto estatus, reconocernos como nuestras iguales nos hace parecer débiles, y es mejor despreciar la realidad y justificar nuestros méritos por un “yo soy diferente”, ignorando la lucha y las piedras del camino.
Un espejismo que nos genera una falaz seguridad y que hemos de romper porque es un talón de Aquiles para quienes quieren tenernos subyugadas. Demos un paso adelante y salgamos de nuestra falsa zona de confort reivindicando juntas que la exposición reiterada y constante a la discriminación es sin duda violencia y por desgracia, todas las mujeres seguimos expuestas a ella. Hagámoslo, sobre todo, las que tenemos una posición social “privilegiada” para dar voz a las que no pueden hacerse oír, porque cuando al hecho de ser mujeres se suman otros factores de discriminación, como ser migrante, tener discapacidad, o no tener recursos económicos, por ejemplo; ser víctima de violencia implica caer en un círculo complejo que merma tus opciones, y te impone estar en un espacio de exclusión del que resulta muy complicado salir.
¡Basta ya de muertes!
El día 25 de noviembre es una ocasión, como lo es cualquier otro día, para reivindicar una ciudadanía donde ser hombre o mujer no marque diferencias en las oportunidades; donde gritar que no queremos que nos maten por ser mujeres y que no queremos que se consienta ni se justifique que suceda. Ese día sobran las pancartas gritando dimisiones, porque necesitamos un único grito que diga “basta ya de muertes”, para que nada eclipse la razón para salir a las calles y porque de esta división solo sacan rédito los que no quieren que avancemos porque les asusta perder sus privilegios si hay que ceder espacios.
No existe una fórmula mágica para avanzar en este camino, salvo confiar en la educación como alternativa para generar valores que rompan con aquellos que están arraigados y son profundamente dañinos y exigir que pare este circo de insulto y agresión verbal que desvía la atención de lo importante; y esto solo va a pasar si dejamos fuera de la política a quienes no entienden lo que es la democracia y la igualdad. Lo contrario solo deja polarización y genera ruido, un ruido sordo que impide ver la realidad: nos matan por ser mujeres y el principio de todo ello reside en eso que a menudo ignoramos y que se llama discriminación, cuya raíz es simplemente el machismo.