Sucedió de madrugada. Hace 15 años. Llovía. Aparqué el coche en una calle principal a tres minutos de mi casa. Vi a un chico con gorra correr y pensé: “¡Si yo no llevara tacones…! Me voy a mojar”. Ni siquiera me crucé con él. A 10 metros de mi portal, giré la cabeza y el chico que iba corriendo calle arriba, de pronto estaba detrás de mí. Forcejeamos, pero me tiró al suelo, y allí quedé entre dos coches, enfrente de mi portal… empapada y aterrorizada, convencida de que era mi final.
Por Pilar Gomiz, periodista y profesora universitaria
Le mordí, peleé por mi vida y cuando me agarró del pelo y me dijo “vámonos”, vio que yo, dispuesta a no ceder en la batalla, estaba marcando mi teléfono. Hubo gente que gritó y viendo las dificultades, decidió empujarme, dejarme caer y salir corriendo. Tuve suerte. Media hora más tarde, violó a una chica a la que dejó inconsciente. Pasé meses de negación. Prefería pensar que sus pretensiones eran matarme a ponerme a la etiqueta de mujer a la que querían violar. Fueron meses de terapia hasta que por fin le puse nombre a la agresión. Dentro de mí, la vergüenza superaba a cualquier evidencia. Dentro de mí, ya sentía la culpa.
Le detuvieron después de agredir a la tercera víctima
La víctima también quedó en coma. Tres meses más tarde, cuando ya intentaba volver a hacer una vida normal; cuando había cogido fuerzas para dejar de sentir miedo al notar que alguien caminaba detrás de mí, comenzó el proceso judicial –el largo proceso judicial—y viví de golpe, y en primera persona eso que llaman revictimización: ruedas de reconocimiento, declaraciones, abogadas defensoras que intentan buscar tu confusión para sobre ella alimentar la teoría de que mientes… y el forense.
Mi primer ataque de ansiedad fue en la visita al forense judicial, una visita obligada en el proceso. La primera pregunta de este señor para contextualizar lo sucedido fue describir al agresor: “¡Ah, sí… ese joven brasileño bien parecido!”. Mi mente quedó noqueada: ¿bien parecido?, ¿qué insinuaba con lo de “bien parecido”? Yo podía responder a la pregunta de si era un bestia… Sí, lo era. ¿Si tenía mucha fuerza? Sí. ¿Si era muy agresivo? Sí… ¿Si era guapo? No lo sé y no me importaba, no me importó, no me importa. Yo no lo miré, no me crucé con él, no intenté ligar con él… solo vino detrás de mí y me derrotó…
Puedo hablarle de él, puedo decirle que era un hombre mucho más grande que yo, que me gritaba llamándome “cara”, mientras yo tenía mi rostro golpeado sobre el asfalto mojado, con su mano, su enorme mano, tapando mi boca para evitar que gritase. Una mano que mordí en un intento desesperado por captar algo de aire para poder respirar mientras el dolor de sus golpes hacía temblar cada célula de mi cuerpo; puedo explicarle que un hombre fuerte, muy fuerte, que estaba tumbado encima de mí rompiendo mis medias…sin dejar que me moviera, sin dejarme respirar.
¿Y cómo ibas vestida?
La siguiente pregunta del señor forense fue una de esas tópicas: ¿Y cómo ibas vestida? Llevabas minifalda ¿verdad?. Pues sí…la llevaba. Iba especialmente arreglada ese día. Llevaba un vestido ajustado con escote y corto, de tela vaquera, y unos zapatos negros de tacón de aguja. Me había maquillado y había salido como cualquier otro sábado… pero no me puse esa ropa para invitar a nadie a violarme, no me arreglé pensado que, al alba y mientras llovía, un hombre iba a decidir que quería hacer suyo mi cuerpo sin mi permiso, no me había vestido para provocar a las 7 de la mañana a ningún individuo sediento de rabia y con ganas de dañar a una mujer.
La hora también formó parte de la conversación: ¿qué hacía sola a las 7? Sola. Y llegó el consejo: “no está bien que vayas sola de noche (tenía 27 años y me hablaba como si fuera una niña pequeña). Has de ir en taxi (¿y mi coche?) y que te acompañen a casa siempre. No son horas para que vayas sola por la calle”.
«Salí del juzgado y terminé en urgencias con una crisis de ansiedad»
Pilar Gomiz
No recuerdo mucho más de la visita, porque sus palabras se agolparon poco a poco en mi cabeza. Sus insinuaciones hicieron argumentos en mi mente: sola, a esas horas, con minifalda y ante un hombre guapo… Salí del juzgado y terminé en urgencias con una crisis de ansiedad. La mujer moderna y liberada que era, la mujer independiente y libre de prejuicios que creía ser se volvió frágil y pequeña. Días después me corté el pelo para estar “fea” y aprendí a mirarme los pies en los trayectos en los que iba en metro para evitar cruzar mi mirada con nadie… por no sentir el escalofrío de culpa y terror que me acompañó durante años después de ese momento, para evitar provocar, para no recibir el castigo que de una u otra manera, parecía que me había ganado yo.
La ley del sí es sí ha llegado llena de polémica
La utilización de unos y otros para hacer de los derechos de las mujeres un instrumento político ha mostrado su peor cara. De la incapacidad de hacer pedagogía para explicar la nueva ley hasta el uso indiscriminado de titulares y declaraciones que generan terror entre la sociedad. Lo más sucio del juego político vuelve a estar hoy en boga de todos e invisibiliza una vez más cualquier avance por construir una sociedad en la que la igualdad no sea solo un eslogan. Ni la responsabilidad de todo es de Irene Montero, que ha de reconocer los errores de novata a la que se la juegan para desacreditarla; ni el punitivismo es la solución para acabar con la violencia sexual.
La combinación entre trabajar para construir una sociedad madura en la que la libertad individual de hombres y mujeres y el respecto hacia el otro sea la norma; y un estado de derecho donde quienes incumplan la ley saben que serán castigados, es el único camino. No se trata de recluir sin más al que viola, sino de hacer una sociedad en la que no se viole. No voy a entrar en polémicas sobre si las rebajas en las sentencias son o no pertinentes. Hay un montón de gente ya opinando sobre ello.
Sí creo que, si esta ley no hubiera venido rodeada de la carga simbólica política que la acompaña desde antes de ver la luz, no habría tanto cuestionamiento ni se estaría proclamando el miedo como mensaje.
La necesidad de una ley de protección real a las mujeres es una realidad
El convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia machista –el llamado Convenio de Estambul—ya puso en 2011 encima de la mesa la necesidad de revisar nuestras leyes y garantizar una protección real a las mujeres contra todas las formas de violencia, con el objetivo de prevenir, perseguir y eliminar la violencia contra ellas y la violencia doméstica.
Podemos sumarnos al carro de la polémica y demonizar la ley, o evaluar sus beneficios e intentar corregir –si fuera necesario—sus puntos débiles. Para ello hemos de dejar de hacer política del sufrimiento al que estamos expuestas la mitad de la población.
Según el Ministerio del Interior, en el año 2020, hubo 12.769 víctimas de violencia sexual en nuestro país. De ellas, 10.798 fueron mujeres. En una sociedad, nos guste o no, patriarcal estaría bien que pusiéramos el acento en lo importante: proteger y construir un mundo donde, si eres mujer, no debas tener miedo si vas sola hacia el coche, al volver a casa, o al entrar en el ascensor con un desconocido. Todo lo demás, perdónenme, pero hoy por hoy me sobra. No quiero circos sobre una realidad evidente: nos violan mayoritariamente a nosotras. No quiero más penas, quiero otra sociedad donde nadie me acuse de llevar falda o ir sola por la noche. Todo lo demás es demagogia.