El caso Errejón ha arrojado en medios una serie de análisis en mayor o menor medida feministas, que tienen en común algo que, en mi opinión, debería causar cierto estupor: la equivalencia entre victimización y denuncia a la autoridad. O lo que es lo mismo, la denuncia a la autoridad como salvoconducto al reconocimiento de víctima de violencia sexual.
Puede no dar esa impresión, pero ello es como equiparar la violencia sexual a la violencia en general, por ejemplo la que pueda ejercer alguien que comete un robo. No exageramos, por tanto, si decimos que se trata de un argumento digno de la intelligentsia de VOX, quien de hecho hizo del “violencia es violencia” un caballo de batalla contra el reconocimiento de la especificidad de la violencia de género: «la violencia no tiene género» vociferaba con sobreactuada zafiedad Macarena Olona en el congreso.
En esos mismos términos llegó a expresarse Espinosa de los Monteros con el empaque de quien domina todo los registros del odio sin violencia, llegando a apostillar en otro lugar con solemnidad y rostro circunspecto: «Condenamos toda la violencia. Toda.».
Lo cierto es que la violencia sexual es desgraciadamente muy rica en matices y no tiene por qué ser flagrante, ni siquiera tiene por qué parecerlo: a diferencia de un robo, que, por muy sutil y “pacífico” que se presente, no deja de consistir, objetivamente, en sustraer algo concreto a alguien que lo poseía legítimamente, la violencia sexual, a ojos de una persona que observase hipotéticamente desde el exterior, podría ser del todo imperceptible.
Un encuentro sexual es algo complejo de desenmarañar
Además, el mero hecho de intentar llevar a cabo esta hipótesis, salvo excepciones que no vienen al caso, sería constitutivo de delito. Para la víctima, pues, sólo queda confrontar una vivencia que es subjetiva con un modus operandi criminal, esto es el trazado de un itinerario racional y objetivo que sólo puede desembocar fácticamente en una agresión sexual, adquiriendo con ello un carácter sistemático que hace de la agresión un hecho no puntual.
Desde los puntos de vista psicológico, social y jurídico, un encuentro sexual es algo complejo de desenmarañar, pudiendo definirse como convergencia de subjetividades en una facticidad íntima. Existe, en cualquier caso, una dependencia de la subjetividad de, al menos, otra persona, en cuanto a la definición de la situación. Esta interdependencia de subjetividades hace que la subjetividad individual no pueda ser exculpatoria por sí sola en caso de desacuerdo en la definición de la situación.
Sorprende la extrema lucidez de Elisa Mouliaá en ese sentido: «La manera en la que actuó conmigo esa noche, lo de las tres normas que me puso, era un patrón». Un patrón, conviene subrayar, no es tal si no se reproduce, y si existe reproducibilidad es porque detrás existe un procedimiento, una acción racional con arreglo a un fin, que en este caso apunta sin ambages a la obtención de satisfacción sexual. Por otra parte, si se maquina y pone en marcha esta acción racional es porque se perciben frenos, porque el beneficio sexual por vía directa no se prevé factible si no media un plan. Y sí, podría decirse que todo el mundo tiene una táctica para ligar.
Justicia
Pero el patrón delictivo bebe de un método que se planifica consciente e intencionalmente para vencer esos frenos, se lleva a cabo experimentalmente, se evalúa, se extraen conclusiones y se optimiza a perpetuidad: dicho de otro modo, estos patrones comportamentales pueden germinarse de forma más o menos legítima, deviniendo gradualmente delictivos en la forma de vencer los frenos conforme éstos se van imponiendo durante las diferentes ejecuciones del plan (experimentaciones), entorpeciendo o impidiendo su consumación satisfactoria. Por ello, llegado el caso, el punto final sólo puede ponerlo la justicia.
Pero a ese nivel la justicia no lo tiene fácil, por lo que adquieren especial relevancia testimonios como el de Mouliaá. Si bien el diseño del plan responde a características que pueden desvelarse objetivamente, existe lógicamente un salto, que encontrará su reflejo en cuanto a consecuencias penales, entre planificar y llevar a cabo. Y ahí el relato subjetivo de Mouliaá, aun intuyéndose de él un patrón criminal cuya mera formulación supondría tener que considerar a más víctimas, puede quedar, revelándose cierto, como un caso aislado.
Por esta razón, a falta de poder contrastar ese patrón criminal por observación externa por los motivos expuestos con anterioridad, esto es objetivamente, no queda otra alternativa que tratar de contrastarlo por vía de los relatos subjetivos de otras mujeres que hubieran podido sentirse agredidas por el mismo actor: si estas subjetividades comparten los rasgos definitorios de un patrón comportamental criminal, entonces la existencia de éste podría quedar probada por vía intersubjetiva (subjetividades compartidas). Y, en efecto, en esa dirección apuntan los relatos anónimos de Violeta en El Salto y de Sara en elDiario.es.
Linchamiento
Así pues, el modus operandi que estas declaraciones, como mínimo, permiten entrever, deja claro que a Errejón no se le señala por preferencias sexuales extravagantes, porque padezca una adicción, un trastorno, o porque se confunda el pecado con el delito, como se denunciaba en una reciente tribuna de El País titulada “Linchamiento”: a Íñigo Errejón se le acusa de mantener una conducta criminal pautada y calculada en sus relaciones íntimas. Sin olvidar que, en junio del año pasado, una mujer le acusó en Twitter de agresión sexual (tocamientos no consentidos) en un festival en Castellón, hasta el punto que la organización del mismo emitió un comunicado (que ya le vale a Sumar).
Por su parte, Yolanda Díaz, no sé si en calidad de persona que da los dedazos en Sumar (en algún momento debí soñar que había dimitido como líder de la formación), fue más allá la mera acusación y sentenció a Errejón, aunque de manera algo sobreactuada, no sabemos si por deformación profesional o si para compensar el injustificable comportamiento de haber hecho caso omiso a lo denunciado en el Tremenda Fem Fest.
El caso es que afirmó que «la violencia no tiene cabida en la vida política», así como que el acusado le reconoció actitudes vejatorias contra las mujeres. Por su parte, Rita Maestre se refirió a él por carta pública como «un misógino que volvía a casa con normalidad después de agredir a una mujer de 20 años en un hotel». Cabe incidir en que Díaz y Maestre no están aquí insultando a Íñigo Errejón, sino que le están imputando delitos gravísimos. Y que Errejón puede recurrir a la justicia si entiende que estas declaraciones vulneran sus derechos.
Airear la intimidad
Habida cuenta que el acusado dispone de cauces legales y capacidad económica para defenderse de acusaciones esgrimidas nada menos que por excompañeras de partido (incluso sentimentales), yo no me atrevería a hablar de linchamiento. No es que le niegue la presunción de inocencia, es que su silencio parece otorgar y apunta además a cierto desinterés hacia que la cuestión se judicialice. De acuerdo con esa lógica, si Errejón decidiera no hablar nunca más, tendría garantizada la presunción de inocencia a perpetuidad.
Luego están las presuntas víctimas, cuyo grado de exposición parece que se relega a un segundo plano. Se habla de relaciones íntimas, parece mentira que esto se olvide, en las que se encuentran involucradas mujeres que no sólo van a ver aireada su intimidad, sino que además van a tener que articular estas experiencias del pasado con su vida privada actual, además de que van a ver su comportamiento sexual sujeto a escrutinio público. Y se exponen a todo ello aunque logren mantener el anonimato (obviamente la pérdida del anonimato las expondría en mucha mayor medida).
Por ejemplo, a Mouliaá se le ha juzgado por estar de fiesta mientras su hija se encontraba con fiebre en casa de sus padres. Por otro lado, las acusaciones que se han realizado a Errejón, hay que decirlo otra vez, son muy graves. Mouliaá, de hecho, se ha referido a él como «depredador sexual» y hace sólo unas horas aseguró con contundencia (en relación a una supuesta denuncia conjunta que preparan 16 mujeres) que «son bastantes las violaciones». Conviene subrayar que por un delito de calumnias podría llegar a aplicarse una pena de prisión. Esas son exactamente las consecuencias a las que se exponen ellas solas, y Errejón acaba de moverse en ese sentido.
Esas subjetividades compartidas de las presuntas víctimas vuelven a poner de manifiesto la importancia del anonimato y la necesidad de intervenir antes de que se formalicen las denuncias: el poder de la intersubjetividad en el revelado de un modus operandi criminal bajo una pátina de subjetividad “tóxica”.