maternidad

“La maternidad con autismo severo no verbal es vivir en constante alerta y perder tu libertad”

11 Min. lectura

Pablo Bustinduy, ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, decía recientemente que el Consejo de ministros “había aprobado el inicio de una revolución del modelo de cuidados en nuestro país: garantizar los recursos necesarios para que las personas permanezcan en su casa, su barrio, su pueblo, el tiempo que deseen, y mejorar las condiciones de trabajo de quienes nos cuidan”. Una declaración que a madres como María Álvarez le parece cuanto menos vergonzante.

Y es que ella, con una hija de 26 años, forma parte del 1% de familias de nuestro país (cerca de medio millón de personas) que convive en la soledad más absoluta, sin ayudas de ningún tipo, cuidando de Julia con trastorno del espectro del autismo (TEA). Se trata de una condición del neurodesarrollo, que afecta a la configuración del sistema nervioso y al funcionamiento cerebral, desemboca en dificultades para la comunicación e interacción social y para la flexibilidad del pensamiento y de la conducta de la persona que lo presenta.

“El autismo no lleva asociado ningún rasgo físico diferenciador, sino que solo se manifiesta a nivel de las competencias cognitivas y del comportamiento de cada persona”, afirma la Confederación de Autismo de España.

Un trastorno aun desapercibido

Además, esta discapacidad que tradicionalmente, se ha considerado como un trastorno mayoritariamente masculino, está empezando a ser cuestionada como tal. “El aumento del diagnóstico en niñas y mujeres en los últimos años, especialmente en aquellas sin discapacidad intelectual asociada, hace que se esté cuestionando esta afirmación. Esta infrarrepresentación de las niñas y mujeres autistas en la investigación provoca que, a menudo, reciban más diagnósticos previos erróneos, dificultando así su acceso a los recursos de apoyo que necesitan”, añade dicha institución. 

Pero, ¿quién cuida de madres como ella? ¿Dónde está el Estado? ¿De qué valen declaraciones como las del ministro Bustinduy ? “De nosotras no cuida absolutamente nadie. Salimos muy baratas. Yo me considero una afortunada porque tengo 27 años cotizados y, gracias a la ayuda que paga el INEM a las personas paradas mayores de 52 años espero poder jubilarme con cierta dignidad. Los servicios sociales nos tratan como verdaderas delincuentes, gestionando hasta el último euro que dan. De todo este proceso que vivo es quizá este apartado el que peor llevo”.

Además, añade que los “respiros” que ofrece la Consejería de Bienestar Social del Principado de Asturias, donde ella vive, “son una verdadera tomadura de pelo. Te ofrecen 30 días naturales a lo largo de un año, pero, realmente, es difícil que coincida tu necesidad de respiro con la organización interna del centro. Eso sí, si dispones de 3.300 euros al mes tus problemas desaparecen por arte de birlibirloque. Estas personas no interesan porque no son productivas y todas ellas sobran en una sociedad tan vendida al capital. A las residencias de personas con discapacidad y dependencia les faltan medios y personas especializadas y con empatía. Pero yo ya he perdido la esperanza”.

¿Cómo te enfrentaste a la noticia de la maternidad con autismo? ¿Cómo se vive maternar con una discapacidad?

Allá, por 1998, no existían las redes sociales. Nuestras fuentes de información eran libros que romantizaban en exceso el proceso de la gestación. El embarazo de Julia estuvo salpicado de incidentes, como las constantes amenazas de aborto durante el primer trimestre. En ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de que la discapacidad iba a entrar en mi vida, aunque ahora pienso que esas hemorragias pudieron ser un aviso de que algo no iba bien.

El autismo es ese gran monstruo silencioso que llega sin avisar. Realmente, fui consciente de que algo no iba bien tras el nacimiento de mi segunda hija, Celia, tan solo catorce meses menos. De la noche a la mañana, Julia dejó de emitir cualquier sonido, entró en un estado de absoluto mutismo. Entonces, el autismo no se diagnosticaba con la absoluta ligereza con la que ahora se hace. Tuvieron que pasar dos años más para que empezasen a hablar de “retraso madurativo del lenguaje”.

Durante estos primeros años, no tuve ni tan siquiera tiempo para plantearme cómo es vivir con una discapacidad. Solo sabía que tenía que cuidar y educar a dos hijas, compatibilizándolo con mi vida profesional (documentalista en un periódico) y llevando además una casa con todo lo que ello conlleva. Recuerdo esos años como una auténtica peregrinación médica en búsqueda de una solución: viajes por España, pruebas genéticas, neurológicas, foniátricas, psiquiátricas. Pronto fui consciente de que todo el peso estaba cayendo sobre mí y, desde ese momento, empecé a sentirme sola.

En tu caso el peso es doble por la falta de corresponsabilidad paterna, más bien ausencia. ¿Es demasiado normal en situaciones de discapacidad que ellos huyan?

Por la cantidad de mujeres que he conocido a lo largo de estos casi ya veintiséis años, podría afirmar que casi un 90% de los padres abandonan pronto el barco. Aunque en mi caso fui yo quien solicité el divorcio, cansada de arrastrar a tres menores. A veces pienso que debería haber aguantado más, al menos hubiera facilitado la conciliación con mi trabajo, pero llegó un momento en el que la convivencia se hizo insostenible.

Los primeros años fueron muy complicados porque mi exmarido, como todo buen autónomo, pronto se declaró insolvente tras una modificación de medidas en la que solicitó también renunció a la guardia y custodia de nuestras hijas, algo que el juez aprobó sin poner ningún problema.

¿Qué se rompe en el alma con el paso del tiempo?

No se rompe solo el alma. Con el paso del tiempo vas dándote cuenta de que todo lo que habías imaginado se ha reducido a un mero espejismo. Al principio, la búsqueda de un diagnóstico, que tardó años en llegar; luego, encontrar un centro que se adaptara a sus necesidades, además de las muchísimas terapias que se agregaron a nuestro día a día, te hacen vivir en un estado de alerta constante que te impide reflexionar.

El paso a la educación especial fue un hito muy traumático porque significó asumir el gran problema al que me enfrentaba. Pero lo peor estaba por llegar: el fin de la etapa de escolarización que, en el caso de Julia finalizó a los veintiún años. Ya como mujer adulta, absolutamente dependiente, aún estoy en proceso de aceptación. No voy a negar que es absolutamente agotador, pero sé que conmigo está segura.

¿Cuál es el día a día como cuidadora?

Vivir con una persona adulta con autismo severo no verbal es estar en una constante alerta y perder absolutamente tu libertad. Depender de que tu ex marido cumpla como padre y tener unas horas durante un fin de semana para descansar. Aunque es extraño que eso se cumpla. Cuando una abogada de los Servicios Sociales me recordó que los padres tienen el derecho de ver a sus hijos, pero no la obligación, perdí cualquier posibilidad de llevar una vida mínimamente independiente­.

Julia en casa se mueve con bastante autonomía. No tengo que estar pegada a ella constantemente. Es muy independiente, no le gusta demasiado compartir espacios. Pero, hay que ayudarle absolutamente en todo. Con la higiene personal (ducha, lavado de dientes, limpieza cuando acude al cuarto de baño). No sabe si está limpia o sucia y, además, le resulta indiferente. Hay que vestirla, cortarle la comida, atarle los cordones de sus zapatillas, ocuparse de su medicación…

Y luego están las crisis disruptivas…

Así es. Esas son mi mayor angustia porque aún no sé cuándo responden a un momento puntual de ansiedad extrema, incapaz de controlar o a un dolor que no sabe comunicar. ¡Es imposible que en sus 26 años de edad no haya pasado por dolores de cabeza, de estómago, de ovarios! Su manifestación siempre es la misma: gritos, cabezazos contra la pared, el canto de una puerta, una ventana, puñetazos en su propia cabeza o desahogarse conmigo.

Julia ahora me duplica el peso. Cuando era más pequeña, aún era capaz de placarla; ahora es imposible. Me pega, me aprieta los brazos, me clava las uñas. Ya he llegado a salir volando para terminar chocado contra una estantería. Y como consecuencia de ello tengo hundida mi tercera vértebra lumbar.

Nunca he llamado al 112 pero, en alguna ocasión, pienso que sería necesario para que quedara constancia oficial. Es tristísimo ver que, durante una de esas crisis, que modifican los rasgos de su cara, de pronto, notas que cambia la mirada, que es consciente de lo que hace, pero no es capaz de parar. Aunque a todo te acostumbras.

¿Hay treguas?

Pueden transcurrir tres días en absoluto silencio hasta que los gritos regresan. Y luego están las comorbilidades como la epilepsia, la diabetes, el hígado graso, el sobrepeso, la mala circulación, lo que reduce su esperanza de vida. Una de las cosas que más me indigna es lo olvidados que están por el sistema de salud pública y, si lo sé, es porque tengo otra hija tan solo un año menor y la diferencia de trato es abismal.

Con Julia me veo obligada a recurrir a la sanidad privada porque, tristemente, si pagas, al menos le prestan atención. Pero no quiero dejar pasar que Julia tiene también momentos de una absoluta dulzura. Me gustaría que vierais su cara cuando me da besos por sorpresa, me abraza con ternura y me hace cosquillas en la espalda.

¿Lo efímero de momentos de verla saborear un helado es lo que da fuerzas para seguir?

Julia no saborea, engulle. Me resulta placentero verla en la playa, relajada, o comiendo un pincho de tortilla, pero, personalmente, esos pequeños detalles no aumentan mis fuerzas para seguir. Me muevo por la excesiva responsabilidad que siempre me ha caracterizado y, obviamente, por el infinito amor que me despierta. Pero no puedo negar que por mi cabeza han pasado las ganas de escapar.

Soy consciente de que nuestra situación no va a cambiar. Una hija así rompe todos los esquemas, se hace dueña y señora de todos nuestros pasos, planes y llegan esos momentos de revolución personal que llegas a desear acabar con todo.

¿Qué hay del momento o de la idea de llevarla a una residencia?

Me aterroriza la idea de llevarla allí. Ya fue objeto de tocamientos y acoso sexual en el Centro de Educación Especial al que acudió hasta los 21 años y si lo sé, es porque una profesora me lo contó el último día, del último curso. Yo ya había notado cosas como que, de la noche a la mañana, se negara a acudir a la piscina que era su pasión. Y como la imaginación a veces es perversa, en este caso sospeché más de los auxiliares que del alumnado.

Julia no habla, es incapaz de comunicarme nada y eso se traduce en mucha inseguridad y miedo. Además, ya sabemos qué hacen con este tipo de personas en las residencias: aumentar la medicación para que no molesten. No puedo imaginarla en un sitio así.

 ¿Sientes que vives una vida que no es tuya?

Nadie me obligó a ser madre y la discapacidad no entraba en mis planes, pero, ¡claro que siento que vivo una vida que no es mía! Me falta algo tan fundamental como la libertad de movimiento. Si la discapacidad no hubiera aparecido, ahora mismo sería madre de dos hijas adultas en búsqueda de sus propias vidas y yo podría vivir la mía propia. Seguiría trabajando. La casa se me cae encima; la limpieza, la cocina, son como enormes piedras de Sísifo que, cuando llegan a la cima, comienzan a rodar por montaña hasta llegar al mismo punto. La monotonía pesa, aplasta. Pero ya me he acostumbrado, lo he aceptado.

Hace poco escribías: “Esas feministas que critican a las madres, como feministas de segunda por haber caído en las trampas del patriarcado, no saben los privilegios que tienen”

A mí me han llegado a decir que ser heterosexual y madre es hacer el juego al patriarcado. Es muy fácil practicar el lesbianismo político si eres lesbiana, pero si te atrae el sexo masculino somos feministas de segunda. A veces me siento a años luz de ellas. Estudiar, teorizar es demasiado sencillo si tienes el tiempo y los medios para hacerlo, pero, francamente, no me imagino a muchas de ellas sobrellevando una vida como la que llevan muchas de esas mujeres a las que defienden desde su cómodo asiento o, simplemente, una vida como la mía, de absoluta renuncia.

Mi feminismo empezó a fraguarse en la Universidad de Historia de Oviedo cuando aún Amelia Valcárcel era más famosa por su mal carácter que por lucha en pro de las mujeres. Y luego, mis vivencias personales, terminaron por reafirmarlo. No cabe en mi cabeza ser insolidaria con una mujer, no ayudar si me pide ayuda, no desarrollar un instinto protector si la veo necesitada.

He estudiado todas las olas del feminismo, pero soy incapaz de dar lecciones a nadie. Y, lo siento, conmigo lo han hecho. Siento que nos tratan a veces con cierta condescendencia tras acusarnos de haber caído en las trampas del patriarcado. Creo que ciertas feministas necesitan bajar al barro de la realidad. Teorizar, leer es absolutamente necesario, pero sin olvidar a las mujeres que lo estamos pasando realmente mal.

¿El feminismo es tu pequeña tabla de salvación?

He tejido una red muy bonita de amistades con mujeres con las que existe una relación de profunda amistad. Insisto en que hay una gran distancia entre las feministas teóricas que viven en sus perfectas áreas de confort y las que mujeres madres, cuidadoras, con problemas reales, aun defendiendo los mismos objetivos que todas solicitamos: la abolición del género, de la prostitución, de la gestación subrogada, luchando a su vez por una real equidad entre mujeres y hombres. Pero se me hace difícil imaginarlas en un momento en el que, si eras acosada en el trabajo, como fue mi caso, te aconsejaban callar para no ser despedida.

Tampoco las imagino litigando un convenio de divorcio con hijos menores de por medio o luchando contra las instituciones por defender los derechos de un hijo con discapacidad. Echo de menos que no bajen al barro de la lucha real de tantas mujeres día a día. Al menos yo he conseguido tejer una red de confort con mujeres con las que comparto vivencias y me siento mucho más cercana. La defensa de los pelos en las piernas me resulta hasta infantil. Aún queda mucho por hacer en el feminismo, conseguir una verdadera sororidad.

¿El futuro?

Me aterroriza. No puedo evitar imaginar cómo sería mi vida si Julia fuese como su hermana, Celia, una mujer joven, de casi veinticinco años, con sus amistades, su pareja, sus viajes, sus estudios. Celia tiene su propia vida, va a volar del nido. Julia no. Yo tampoco. Ser madre te cercena de tajo la libertad, aunque el tiempo te va permitiendo recuperar parcelas que creías perdidas.

Pero, si tu hija presenta una discapacidad severa, tendrás que inventar parcelas para soñar y no morir de realidad. Porque, ante todo, se requiere mucha fortaleza para continuar y nos debemos ratitos de felicidad, sin que nos asalte la mala conciencia que siempre afirma que no somos buenas madres.

Nuria Coronado

Periodista, conferenciante, formadora en comunicación no sexista y organizadora de eventos. Coautora de Lolita contra el lobo y autora de Mujeres de Frente, Hombres por la Igualdad, Comunicar en Igualdad y
documentalista de Amelia, historia de una lucha.