Yo acuso Ley Trans
La ministra de Igualdad, Irene Montero, la secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez Pam, y la directora general de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI, Boti García Rodrigo, celebran la aprobación de la Ley Trans, a la salida del Congreso de los Diputados el 22 de diciembre de 2022. Foto: Ricardo Rubio / Europa Press
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Yo acuso

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Desde luego que yo no soy Émile Zola, ni espero que mi artículo tenga ni para la sociedad ni para mi la repercusión que tuvo el texto del escritor francés publicado en el periódico L’Aurore en 1898. Sin embargo, la situación que estamos viviendo según la cual a las feministas se nos tacha de ultraderechistas por defender los mismos principios que el feminismo ha defendido siempre, me veo impulsada a entonar este “yo acuso” aunque sin ninguna ilusión, sin ninguna esperanza.

Yo acuso al gobierno –a los gobiernos– que se han apresurado a implementar leyes de autodeterminación de sexo sin la debida cautela ni prudencia, sin reflexionar ni atender a los más elementales principios científicos, llevados por una ola de pensamiento inconsistente cuyos destrozos ya se empiezan a ver en todos los países que las han aplicado. Sin exageraciones, dentro de unos años tendremos una camada de jóvenes de ambos sexos mutilados sin más razones que las de seguir una corriente reaccionaria que les ha convencido de que pueden cambiar de sexo. Ya tenemos casos como el de Noruega, Finlandia, Reino Unido echando marcha atrás en unas prácticas que están comprendiendo se han implementado con premura, sin fundamentación científica ni empírica.

Yo acuso a la izquierda, que ha traicionado todos los ideales en los que había sustentado su superioridad ética, transigiendo ante delirios insustanciales sin solidez teórica ni evidencia científica, abducidos por los intereses de las farmacéuticas y la industria médico-quirúrgica, que ve en el negocio de la transformación de los cuerpos un mercado ilimitado de pacientes que buscan la felicidad en el camino equivocado. Si terrible era ver la frecuencia con que las mujeres se han sometido a la cirugía estética persiguiendo la eterna juventud, más triste aún es ver cómo miles de jóvenes de ambos sexos se aventuran en un proceso de hormonación cruzada, con o sin cirugía, sin saber las consecuencias que sus decisiones van a comportar en un futuro próximo.

Yo acuso a los sindicatos, que se han rendido en la defensa de la clase trabajadora y se han subido al carro de las identidades, como si estas no fueran el resultado de las condiciones materiales de existencia, de la interacción de los individuos, de las normas impuestas que rigen y de los patrones sexuales a los que los humanos nos hemos tenido que adaptar en toda sociedad conocida.

Yo acuso a las universidades, que han elaborado, difundido y entronizado corrientes teóricas sin ningún componente empírico, sin estudios rigurosos, sin metodologías científicas, solo sostenidas al albur del pensamiento más extremo y novedoso, y que ha conseguido silenciar a todo aquel o aquella que osara poner en entredicho principios, ideas y conceptos que no están mi mucho menos demostrados por la experiencia.

Yo acuso a los políticos que, sin conocimiento de causa, sin escrúpulos ni debate interno de ninguna clase han decidido abonarse a ideas que ni entienden ni saben ni conocen, pero que creen como si fuese un dogma al que no se le puede poner objeción, convencidos de que mantener esas posturas les va a dar popularidad y votos.

Yo acuso a la ONU, a las ONGs y a otras entidades de la sociedad civil que han enarbolado con demasiada facilidad banderas contrarias al más mínimo sentido común, abonando la idea de una multiplicidad de sentires que no tienen ninguna existencia material, que responden a los intereses económicos de multinacionales, fundaciones supuestamente filantrópicas y millonarios excéntricos cuyos objetivos están muy alejados de los derechos humanos que dicen defender.

Yo acuso a todos aquellos y aquellas que se han subido a un tren sin preguntar a dónde va, que repiten eslóganes vacíos de contenido, palabras hueras, mantras absurdos que no saben de dónde vienen y que apenas saben definir. Aquellas –muchas incluso que se autoperciben como feministas– que han aceptado sin discusión las armas del amo, los conceptos del amo, y que creen que con las herramientas del amo van a desmontar la casa del amo.

Acuso a todos y todas los que han cambiado de chaqueta en una pirueta extraordinaria y que han tergiversado el pensamiento de las autoras para adaptarlo a su conveniencia. Ya se ha olvidado lo que propugnaban Mary Wollstonecraft (1759-1797) Flora Tristán (1803-1844) Concepción Arenal (1820-1893), Clara Zetkin (1857-1933), Emmeline Pankhurst (1858-1928), Emma Goldman (1869-1940), Clara Campoamor (1888-1972) Rosa Luxemburgo (1871-1919), Aleksandra Kolontái (1872-1952), Simone de Beauvoir (1908-1986), Nawal el Saadawi (1931-1989) o Audre Lorde (1934-1992) por  hablar solo de las fallecidas, todas ellas defensoras acérrimas de las mujeres; incluso con sus diferencias y sus diversas perspectivas, todas estudiaron la subordinación de las mujeres, se rebelaron contra ella y propusieron maneras de superarla.

Todo ese legado teórico y práctico ha sido sustituido por insulsos e indescifrables mamotretos repletos de palabrería barata. Estas son nuestras referentes.  Por eso si ahora nos tachan de ultraderechistas, tienen que saber que nos sentimos muy orgullosas de ser sus herederas y continuar su lucha. Y acuso a todos y todas cuantas han traicionado su pensamiento.

Juana Gallego

Profesora universitaria