Aprovechando que sólo quedan dos semanas para visitarla hemos vuelto a pasar por la última exposición de la Fundación Juan March, Escala: Escultura (1945-2000). Con esta muestra la institución se ponía como objetivo completar una que realizó hace cuarenta y dos años, en 1981, en la que como su propio título indicaba, reunía la historia de la escultura de la primera mitad del siglo XX.
La perspectiva en este caso era distinta. Dadas las limitaciones del espacio expositivo y los saltos cualitativos que esta forma de representación realizó a lo largo de las últimas décadas del pasado siglo, sólo a través de la tematización de la escultura introducida en el concepto de escala se podían resumir en apenas 500 metros cuadrados cincuenta y cinco años.
Para lograr dicho objetivo, se juntaron comisariando la muestra Manuel Fontán del Junco (Director de museos y exposiciones de la propia fundación), Inés Vallejo y Penélope Curtis (especialista precisamente en los años a los que aludía la anterior exposición), ampliando el espacio expositivo hasta el patio y limitando a matices y variaciones del propio concepto de escala -como recinto o medida- las zonas.
Esta especie de orden muy sistemático que, sin embargo se derrama por todo el edificio y que crea una concepción espacial nueva para la fundación, parece metaforizar el propio desarrollo de la disciplina escultórica en las últimas décadas del siglo XX. La escultura se vuelve minúscula, toma las calles, se abstrae y sintetiza hasta transformarse en una entelequia conceptual y numérica… Abandonando a todos los niveles las asociaciones estatuarias y tradicionales que le vienen dadas históricamente.
Escala: Escultura (1945-2000), comienza en la zona derecha del espacio expositivo de la fundación, con obras de algunos escultores que -sobra insistir en ello- son a día de hoy de los más reconocidos de la época de la posguerra. Giacometti, Bourgeois, o Henry Moore se dan cita en una primera sala all star (como todas las de la ambiciosa exposición, en realidad). Recinto es un espacio ocupado por jaulas, figuras de tamaños mínimos, cubículos y cajas soportados por altas patas… Que nos da una sensación muy determinada: la de oquedad.
La impresión que nos transmite la escultura inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial es la de ámbitos, espacios y objetos frágiles, dúctiles y sobre todo vacíos… En los que encontramos apenas unas pocas figuras antropomórficas, de un tamaño muy muy reducido. La historia se cuenta sola: tras la destrucción sembrada por la bomba atómica y las ciudades arrasadas, tras la miseria humana alcanzada y la concienciación sobre la volatilidad de nuestra existencia, todo lo que quedan son algunas figuras en pie, sobre soportes exánimes y tensos; en jaulas que son hogares y viceversa.
En la segunda sección, Medida, comienza a representarse, de forma más o menos explícita, el proceso de abstracción propio de las décadas subsiguientes. De la mano de Duchamp, que abre la sección, podemos sentir el paso de París a Nueva York como capital del arte contemporáneo y gracias a ello la transmisión y popularización de uno de los estilos estadounidenses por antonomasia: el minimalismo y sus infinitas -e inevitables- variantes. Una trampa o una paradoja, las obras de esta sección se preocupan cada vez más profundamente por cuestiones algebráicas, aritméticas y abstractas, en una huida hacia adelante desde la incardinación propia de la escultura anterior.
Cubos, escalas espaciales y mediciones inconcebibles hasta el momento. La perspectiva cognitiva del individuo medio no para de transformarse y con ella nuestra relación con los espacios, los tamaños y las distancias también. La trampa que es la minúscula escalera de Carl Visser o la combinación de cubos (figura esencial) de Sol LeWitt destacan en esta sección conduciéndonos a la noción siguiente… ¿Existe una progresión, un hilo coherente en esta narrativa?
Allí, Donald Judd, Félix González-Torres o Gabriel Orozco -estos dos últimos en un “islote” de la exposición especialmente estimulante- llevan al paroxismo la combinación y recombinación de objetos, su repetición y su exposición por contraste. Lo hacen cargando el ambiente de la exposición de una experiencia mucho más física y presencial, en la que los objetos se vuelven a dejar sentir como encarnados o al menos como polémicos con respecto a la experiencia del visitante que tiene que acceder de algún modo a ellos y preguntarse por su categoría.
Es desde esa reapropiación de la fisicalidad desde donde partimos en la última parte de la muestra ubicada en el espacio expositivo al uso. Proporción devuelve el color y las formas acabadas y conocidas, pero sólo a cambio de recordarnos que el regreso de la figuración no es un ejercicio nostálgico, sino precisamente uno que reivindica la reificación y la experiencia incómoda, misteriosa y en ocasiones inaprehensible de lo que entendemos por cotidiano. Las maquetas de Dan Graham, no exentas de elementos desproporcionados, los teatrillos o las casetas inhabitables de Martin Honert nos ponen ante la experiencia de extrañamiento que va a marcar la salida del espacio expositivo hacia un redimensionamiento de la idea misma de escultura.
Fuera hace frío, en un sentido más metafórico que literal, pues las ambigüedades expositivas no dejan de proliferar con propuestas como la inquietante instalación de Oursler (prácticamente escondida en un descansillo) o las figuras de Juan Muñoz, que no sólo carecen de pedestal sino también de pies. A partir de aquí la experiencia parece vaporizarse. Comienza una sección cada vez más marcada por una escultura abierta, sonora, que se confunde con el ambiente y que sintetiza con enorme lucidez y no sin cierta incertidumbre la supuesta toma de la vida cotidiana por parte del arte… O en su defecto la posibilidad de la estetización y esculturalidad de todo lo corriente.
Es en ese punto en el que, creemos, se puede extraer la conclusión que marca ese medio siglo de escultura y que está correctamente representado en la exposición de la March. La escala es tan ubicua que, siendo una constante que siempre ha afectado a la escultura, sólo cuando nos acercamos a mirarla y estudiarla concretamente podemos percibir su alteración, su transformación del mundo y de los contextos que rodean a las obras a las que afecta. Esta mirada alterada (e incluso audición), no distanciada sino atenta y desconcertada, es la que bien describe la experiencia artística y en general cultural de nuestros tiempos recientes.
La desnaturalización de lo asumido como normal o corriente nos permite arrojar nuevas maneras de mirar los fenómenos y formas de representación de los iconos de nuestro presente. En un mundo repleto de iconos y de tácticas y técnicas de enmarcado y pedestalización (como diría Juan Luis Moraza), recuperar la capacidad de ser turbados y sorprendidos por la escala es lo que posibilita también poder comprender qué o quién está ejerciendo esas transformaciones a nuestro alrededor.
Esta exposición de escultura también parece hablarnos con frecuencia de miedos primarios y de fuerzas invisibles. Sus obras nos invitan a sospechar de lo que vemos, un ejercicio esencial para escapar a los anacronismos de la hipermodernidad.