Liderazgos verticales alzados sobre discursos grandilocuentes ahogan las organizaciones sociales, culturales, políticas, institucionales… El Estado de Derecho naufraga entre la corrupción y sus apóstoles de la supuesta regeneración más allá de cualquier ley y cualquier derecho.
Todo vale y nada sirve. Las banderas en manos de los nuevos líderes oscurecen cualquier idea, cualquier programa político, cualquier derecho, cualquier Constitución. La democracia, el pluralismo, la alternancia, la legislación… Todo palidece aburrido ante los himnos de la trivialidad que buscan un enemigo contra el que combatir. Outsiders, campeones patrios, genios de la política, agentes de pueblos a los que no hace falta consultar. Partidos que son nombres, nombres que son el único programa, revoluciones etiquetadas en redes sociales de caracteres tasados y velocidad en segundos.
No hay Estados, no hay constituciones, no hay leyes, no hay parlamentos, no hay partidos, no hay jueces, no hay periodistas, no hay opinión. Solo hay soldados buscando un enemigo al que batir para satisfacer a un líder ajeno y único frente a la masa violenta enfrentada al aburrimiento y a la miseria de un neoliberalismo rampante y oculto tras las soflamas. Un capitalismo que empobrece y cierra cualquier esperanza más allá de abatir al adversario, da igual en nombre de Brasil, la Libertad más abstracta o un pasado tan inventado como glorioso.
¿Qué está pasando? ¿Hemos de aceptar otra vez que esas figuras mediocres, fascistoides, autoritarias, cortoplacistas y a la postre ridículas no tiene otra alternativa que los mismos mensajes simétricos y facilones, que otros superlíderes señalando enemigos, otras figuras igual de pretenciosas y no menos ridículas? ¿Nadie va a hablar de derechos, de sintagmas subordinados, de progreso legislativo, de democracia material, de reforma institucional, de pensamiento lateral, de organizaciones sociales y políticas, de libertadas irrevisables, de contar nuestra Historia y de pensar en pasado mañana?
¿Acaso no nos damos cuenta de que estamos abandonando la discusión política en las casas, en los bares, en los centros de trabajo y hasta en los parlamentos? De que la despolitización, el cansancio y la incredulidad democrática se han convertido en trending topic global.
¿Acaso no nos damos cuenta de que la idea básica y fundamental de aunar progreso con derechos sociales, libertades con derechos políticos, nos suena cada vez más lejana? ¿De que, cada vez más, las únicas alianzas que consiguen mover las costuras de este mundo globalizado son las que atacan precisamente la multiculturalidad, las libertades o el feminismo?
¿No será que el problema no son las turbas abanderadas de Brasilia o de Washington, esas que rebuscan los límites de la preservación de esos espacios institucionales que avalan la continuidad democrática? No será que, sumidos en el cortoplacismo, la trivialidad social, el blanqueo de la estupidez y los ritmos fáciles de la socialité más simplona, cualquiera que no odie a otro, cualquiera que crea en la justicia y el progreso, en la legitimidad y los derechos, cualquiera que debiera estar alzando la voz, se está quedando dormido?
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