La escritora venezolana María Elena Morán el día que recibió el premio Café Gijón 2022. "Eran las 7 de la mañana en Brasil y, entre la emoción de la noticia -me llamaron el día anterior- y el festejo había dormido poco. Pero estaba despierta como nunca y con el corazón a mil", confiesa.

«Cuando comenzó la revolución chavista en Venezuela muchos hicieron concesiones para favorecerla pero, cuando quisieron darse cuenta, ya no había manera de recuperar los derechos perdidos»

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Galardonada con el premio de novela Café Gijón 2022, Volver a cuándo es todo un prodigio de estilo. Con un tono apabullante, escrito a velocidad de pensamiento, las ideas y las metáforas se suceden como ráfagas de escopeta, apabullando, hiriendo, pero también alumbrando la noche oscura de sus protagonistas. Crónica Libre entrevista a la autora venezolana María Elena Morán. Con ella hablamos de la frustración de los exiliados por el chavismo, del Maracaibo de su infancia que ya solo vive en su memoria; y de la realidad de Venezuela donde, como se refleja en su libro, hay gente viviendo en cementerios.

María Elena Morán es un huracán literario, un corazón que desborda continente y Volver a cuando refleja bien la frustración de aquellas personas que se vieron obligadas a dejar su país y ese sueño de un mundo mejor. «Cuando comenzó la revolución chavista en Venezuela muchas personas hicieron concesiones para favorecerla. Muchas. Y cuando quisieron darse cuenta ya no había manera de recuperar todos los derechos que se perdieron», dice. Su novela también refleja todas las ilusiones de esas vidas privadas que se truncaron con aquel jarro de fría realidad. Porque vida pública y vida privada unidas crean vidas completas, con todas sus aristas. Y María Elena Morán muestra su propio ejemplo.

Volver a cuándo te arrastra, te zarandea, te ilusiona, te agota y te emociona. Como vivir otra vida, más difícil que la tuya, más intensa. Como llorar por lo que nunca será. Pero Ese “CUANDO” ya no existe, el tiempo no se recupera, ese país que dejó María Elena ha desparecido. Ahora hay otros, otras voces contarán su historia. Por ahora, nos queda un “VOLVER” a través de la literatura. Con sus gritos en negritas desde el exilio.

CRÓNICA LIBRE. El personaje de Nina, la protagonista, ¿Cuánto tiene de autobiográfico?

MARÍA ELENA MORÁN. Mi historia y la de Nina son completamente diferentes. Yo no emigré en esas circunstancias ni durante la crisis, sino antes de ella y porque así lo quise, por cuestiones personales. Sin embargo, Nina comparte conmigo algunos trazos de personalidad, como el miedo a pedir ayuda y una cierta imprevisibilidad. Y ambas son características que pautan completamente su recorrido. También compartimos el encanto y el posterior desencanto por la revolución y el mea culpa que ella hace.

¿Qué cosas relevantes se quedaron fuera del libro?

Creo que conté lo que quise, lo que pude, lo que supe contar. Cada vez que uno escoge un camino está dejando de escoger otros. Habría podido contar muchas otras historias, otros personajes, pero creo que, dentro de lo que escogí, nada realmente vital quedó fuera.

¿Cuánto se perdió para siempre al dejar su Maracaibo natal?

Creo que perdí la posibilidad concreta de tener nuevas experiencias y memorias en el día a día, tener esta edad que tengo ahora en ese espacio, ser la adulta que soy hoy y ver cómo eso funcionaría en su dinámica. Al margen, Maracaibo y Venezuela van conmigo donde vaya, no solo por opción sino porque uno no renuncia a ello solo por irse, ni siquiera aquellos que así lo desearían. La infancia es la fuente primordial de todo y mi infancia es Maracaibo y la red de afectos que la hacían un hogar.

«Navidad del 2010 en Punto Fijo, Falcón. El de mi papá era el mejor abrazo del mundo. Él tenía, y tiene, una energía deliciosa. Esa foto me encanta porque nuestras sonrisas representan lo que yo era con él. En aquel momento yo estaba estudiando en la EICTV, en Cuba y volvía a Venezuela en las vacaciones de Navidad. Era una fiesta absoluta en familia. Siempre fuimos de divertirnos mucho con poco», confiesa María Elena Morán.

Hay una imagen de su novela que me dejó marcada porque es tan fuerte como conmovedora. Podría ser una metáfora de esa patria portátil. La imagen de Vicente José Namías, a quien encuentran durmiendo en la tumba. ¿es un hecho real?

Siempre me ha resultado muy paradójico eso de que los muertos tengan esas casas y que al mismo tiempo haya tanta gente sin un techo y tantos migrantes viviendo como un caracol, con la casa encima. Con Vicente se me sumó esa incomodidad antigua a las noticias de 2018 o 2019 de que en Venezuela los cementerios estaban siendo saqueados y, un par de años después, cuando ya esos capítulos estaban escritos, leí las noticias de que había gente viviendo en cementerios.

Vicente es ese tipo que vive entre los vivos y los muertos y, por tanto, tiene una relación muy singular con el espacio del cementerio, que es el lugar más lúgubre e improbable posible, y al mismo tiempo el más apropiado para sus “capacidades”, el más tranquilo y seguro. Él es un ser triste, tierno y, al mismo tiempo, perturbador, tal vez porque su lugar es la indefinición y nosotros no sabemos lidiar con ella.

Creo que una buena parte del sufrimiento del migrante viene de eso, de habitar un lugar que no sabemos nombrar y no entendemos: no estamos allá, pero tampoco sentimos que terminamos de llegar; cargamos con nuestra patria a cuestas, metida en cada objeto de nuestra maleta y en cada rinconcito de la memoria, y a la vez hemos sido capaces de abandonarla (por lo menos a esa patria con coordenadas geográficas); queremos hacer vida nueva, pero nos aferramos a lo que ya no es.

¿Cómo se fue narrando esta historia en su mente?

Comencé a escribir sin tener todo tan planeado como suelo tenerlo y, en ese sentido, fue un viaje con un mapa medio borrado. Cada personaje y su trama fueron ganando capas, dimensiones y profundidades que yo no había previsto. Fue como ir bajando una escalera para un sótano y que los escalones se multiplicaran y se multiplicaran y a medida que me acercara a ese sótano, yo fuera quedando más despierta, más rabiosa, más desnuda. Fue un proceso catártico, yo diría que hasta terapéutico, aunque no me gusta ponerlo en esos términos porque me suena utilitario, pero realmente hubo un proceso de “breakdown and let it all out”, (romper y dejar que toda salga) como diría Nina Simone. Hoy la sensación no llega a ser la de una desaparición, sino de una especie de tregua.

Hablemos de Camilo, ese personaje tan humano que, al final, también es abandonado en el país del abandono...

Camino fue el último personaje que desarrollé y, para mí, es el centro de la historia, pues es a través de él se presenta el dilema ético que yo considero el motor del drama. El diálogo que él establece consigo mismo, observándose y recontándose su historia, evidencia que hay una lucha interna entre lo que él quiere ser y lo que, de hecho, ha sido como padre, como marido, como militante, como revolucionario. Reconocer o estar en proceso de reconocer la distancia entre la promesa y la praxis es algo que le genera sufrimiento y temor y creo que eso es algo con lo que todos podemos relacionarnos, de ahí que lo detestemos pero de alguna forma también lo entendamos.

¿Qué significa para su carrera el premio Café Gijón? ¿qué proyectos vienen en camino? Todo en tu mundo es literario o haces otras cosas.

El premio ha sido como un abrazo colectivo y sin fronteras, una alegría inmensa. Ha puesto el libro en el mundo, pues me dio la oportunidad de publicar por una editorial como Siruela y me ha dado una visibilidad tremenda que seguramente hará que el libro llegue a lugares que yo ni imagino.  Yo estoy siempre haciendo malabares entre la literatura y el cine, ahora estoy trabajando en una nueva novela, mientras desarrollo algunos guiones de largometraje. Así voy siempre, asando varios conejos, esperando que ninguno se queme.