En esta industria de ficción (ahora la más destacada es la turca), personajes como Sherezade o Cleopatra son presentados como iconos del feminismo, reduciendo el protagonismo de la mujer, la mitad imprescindible para construir la civilización humana, en heroínas aisladas en un mundo dominado por hombres.
Ante las escandalosas cifras de la violencia contra la mujer en este Oriente romantizado, donde el feminicidio además de sus formas y “motivos” universales, tiene sus singularidades locales (como, lo crímenes de honor), el poder masculino, nervioso, busca desesperadamente fórmulas -como la patraña del “feminismo islámico-, para impedir el resurgimiento del movimiento por la igualdad, en vano.
La “Revolución de Mahsa” en Irán demostró que ni cuatro décadas de persecución, latigazos, ejecución, lavado de cerebros sobre las “bondades de pertenecer a la categoría de subgénero” consigue desactivar la bomba de relojería en dichas sociedades, que hará estallar sistemas basados en la explotación, crueldad, humillación y todo tipo de injusticias.
En Turquía, Irán o Egipto, donde la extrema derecha religiosa, patrocinada por las potencias coloniales e imperialistas, ha destruido el movimiento feminista centenario y sus logros, los mercaderes feudales y burgueses de la igualdad pretenden llenar este vacío, no con modelos reales de hoy -que no tienen-, sino con figuras antifeministas de las novelas o noveladas “made in Oriente” (como gesto “antimperialista”), presentadas en el papel morado.
Escritoras como la iraní Azar Nafisi, o la marroquí Fatima Mernissi han intentado llevar a cabo este encargo, restregando sus hallazgos a esas feministas blancas prepotentes del occidente, desde una mirada tribal a la humanidad que niega que los logros, al igual que las miserias del ser humano, nos pertenecen a todos y a todas.
Mernissi llega a afirmar que Sherezade “ha inspirado a más de una generación”. ¿En serio? ¿Dónde? ¿Cuándo? La mayoría casi absoluta de las mujeres de Oriente “musulmán” eran analfabetas hasta bien entrada del siglo XX, y el único libro que se podía encontrar en sus domicilios era el Corán que ni las doctas podían leerlo: la mayoría de los habitantes de esta región no es árabe, la lengua del Libro Sagrado.
Hoy que el feminismo –la ideología que busca la igualdad legal y real entre las mujeres y los hombres-, está siendo atacado por las fuerzas fascistas que vuelven a ocupar los escenarios políticos, tanto en el Norte como en el Sur, mostrando que hasta qué punto las conquistas sociales son reversibles, el trabajo teórico sobre el feminismo vuelve a ser imprescindible.
La primera historia de Mil y una noches es de una joven llamada Sherezade (La Dama de la Comunidad, en persa), hija del primer ministro del rey Shahriar, que aparece en el escenario cuando la monarca asesina a la reina y a su amante, un esclavo.
La Señora, que aun perteneciente a la clase pudiente, no “puede” solicitar el divorcio (y no sólo porque “las buenas reinas no se divorcian” y tienen que soportar a los reyes “mujeriegos”, diría un Talibán, sino los personajes de los programas “rosa” europeos), porque en las religiones abrahámicas, el judaísmo y el islam, la mujer no tiene derecho al divorcio, y debe esperar a ser repudiada por el hombre, se juega la vida para disfrutar de este don con pánico y en cortos instantes.
Tras asesinar a los amanes, a través del visir del reino, manda a sus agentes armados al domicilio de los súbditos, para secuestrar a doncellas (que tendrían menos de 13-14 años, debido a que las niñas eran casadas siendo menores de esta edad) para violarlas de noches matarlas de mañana como un castigo al “colectivo” de mujeres por la traición de una. Curiosamente, el autor del cuento no saca a la calle a los hermanos y padres de estas criaturas, ya que su intención es justamente descartar una revolución social contra el monarca sanguinario.
Es así que aparece Sherezade, que al ver que su padre, cómplice necesario de aquel asesino múltiple, está desesperado por ya no encontrar a más niñas que enviar al matadero, le consuela: “¡Papa! No te preocupes que puedes entregarme a mí”. Sherezade, la heroína que las adolecentes deben imitar, se sacrifica por un hombre, su padre. ¡Bravo! Y junto con su hermana traza una estrategia para salvar a su progenitor y también a sí misma.
De modo que, en el posado real, empieza a narrar una serie de cuentos intrigantes, -en buena parte misóginos, en los que las mujeres son malvadas y manipuladoras y los hombres unos angelitos-, para enganchar al rey abusador, quien decide mantenerla con vida mientras sigue abusando de ella, hasta que después de tres años y tres hijos, le perdona la vida.
El cuento se parece al guion de la película Pretty Woman, en la que una mujer prostituida, vejada, golpeada, violada en cada relación para pagar su subsistencia, consigue “salvarse” con artimañas y escapar de las redes de la industria criminal de explotación sexual de la mujer, cambiando a un cliente millonario y tan depredador hasta con la gente de su propia clase. ¿Cuántas mujeres, como la protagonista, hacen falta para desmantelar las redes de la trata de la mujer, que se extienden por todo el mundo, y que, con cada guerra, tragedia “natural”, aumento de la pobreza, mundial de futbol, etc. multiplican mercancía de usar y tirar?
Los maltratadores no nacen por falta de la “cultura de igualdad”; son frutos naturales del sistema basado en el dominio de una minoría, -que principalmente son hombres y algunas mujeres con el síndrome de Estocolmo-, sobre la existencia y los derechos del resto de la sociedad. Si la cifra de hombricidio fuese igual que el feminicidio, se podría hablar de la “violencia intrafamiliar”.
“Desgraciada aquella sociedad que necesite de héroes”, advierte Bertolt Brecht, cuando Galileo se niega a convertirse en héroe, sacrificando su vida para defender la tesis de que la Tierra gira alrededor del Sol, ante los indoctos y criminales jefes de la Inquisición. Al final, los lectores solo se acordarán de Sherezade, que no de cientos de mujeres raptadas, violadas y asesinadas cada día en nuestro mundo real.
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