El expresidente del Gobierno Mariano Rajoy; el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo; y el expresidente del Gobierno José María Aznar. Foto: Jorge Gil / Europa Press
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El fin de una era: prosperidad, ‘pastuki’ y ahora comunismo

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A nuestro país le costó mucho arrancar económicamente en la democracia, entre otras cosas, por una inflación que tardamos 20 años en sacarnos de encima (¿nos suena la música?). Viendo un gráfico del paro en España, se puede ver cómo empieza a subir en vertical desde el 75, alcanza un terrible 20% y desde ahí baja un poco gracias a las enormes convocatorias de empleo público (lo cual, evidentemente, es hacerse trampas al solitario). Pero en el 96, el PP se encontró de nuevo, una tasa muy superior a esa cota.

Desde ahí, el desempleo cayó en picado, algo que jamás creímos que podría pasar, hasta unas cifras del 8% que significaban que, en un país con una enorme cantidad de economía sumergida se había alcanzado el pleno empleo técnico. Poco más o menos. (Nunca sabremos cuánta economía en B había; ya les digo que el mito del 20% tenía el mismo rigor científico que el de Yolanda Díaz analizando los fundamentos económicos de este país). El que no trabajaba entonces era porque no quería o lo hacía de estrangis. Así de claro.

Sí, en 1996 comenzó de verdad la mejor etapa de la historia de España. Fue gracias, sobre todo, a las privatizaciones, que supusieron una transferencia de riqueza financiera de lo público a lo privado. Redujeron de golpe 10 puntos de deuda sobre PIB, con lo que ya se cumplió el primer criterio de convergencia para entrar en el Euro. De ahí, se encadenaron los demás. (No se cumplía ni uno, antes). Fue una sucesión de explosiones de cosas positivas en cadena, como una traca de prosperidad.

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, interviene durante una sesión plenaria. Foto: Eduardo Parra / Europa Press

Pero, sobre todo, se generó el capitalismo popular. A pesar de que en breve veré en La Sexta o Cuatro otra vez cualquier reportaje o a algún tertuliano propalando el falso mito de que “el PP regaló las empresas públicas a sus amigos”, lo cierto es que las colocó a partir de 10.000 pesetas (60 euros) a todo aquel que quiso comprar, que fueron millones de españoles. También hubo tramo institucional, al que acudían fondos de inversión, que manejaban el dinero de cientos de miles de particulares.

Todas salieron bien. Endesa, Telefónica, Repsol, Argentaria… La Bolsa se puso como una moto. Se dispararon las cotizaciones, las salidas al mercado y productos como los citados fondos de inversión. La sociedad sintió, por primera vez, que disponía de patrimonio financiero, que se revalorizaba, además. Una sensación buenísima. Para el ciudadano y para la economía.

Esto tiró del país, pero con buenos fundamentos. Por fin. El sector profesional pudo crecer y contratar. Abogados, economistas, consultores, expertos en marketing, empresarios… Los eternos universitarios se colocaban rápido. En mi caso, justo terminaba Periodismo en la Complutense en ese momento. Una auténtica ‘fábrica de parados’, se decía, pero por arte de ensalmo, casi toda mi promoción se colocó en poco tiempo. Sin duda, los de principios de los 70 somos hijos profesionales de las privatizaciones.

Por supuesto, y aunque sea el comentario más políticamente incorrecto posible hoy en día, hay que hablar de una persona, que ha sido sin duda el mejor político que ha tenido este país en décadas: José María Aznar. Un presidente que en dos legislaturas nos cambió la vida a todos. A mejor. Simplemente, aplicando un programa que traía hecho de antes y en el que contribuyeron los mejores economistas y empresarios del país. Aznar no era un tío brillante, pero sí lo fue buscando, precisamente, a los más brillantes. Esa suele ser la clave del éxito de los que lo alcanzan: rodearse de gente mejor, sin complejos.

Dejando de lado simpatías o ideologías, como periodista económico mido datos: el empleo es uno. La deuda, otro. El PIB y, sobre todo, el PIB y la renta per cápita. Aznar nos metió dinero en el bolsillo y ¿desmontó el estado del Bienestar? No: creó la ‘Hucha de las pensiones’, instrumento que maravilla en el extranjero cuando lo explicas y que fue dilapidado por la incompetencia zapateril-rajoyiana. Vaya par.

Sí, es cierto que, más tarde, en la primera parte de este siglo (segunda legislatura), la cosa se fue de las manos. Pasamos de la prosperidad a la “pastuki”, un término acuñado por Francisco Camps en Valencia, que define de manera genial en lo que derivó aquello: crecimiento desaforado en un país en el que se generaban dos de cada tres empleos en Europa, con desarrollos inmobiliarios por doquier, después de haber entrado en el Euro por la puerta grande. Las cajas de ahorros, metiéndose en todo y financiando todo. La Copa América, Fórmula 1, pelotazos urbanos a golpe de aeropuertos o pabellones multiusos; ladrilleros entrando en las listas Forbes: pastuki. O, dicho de otra manera: corrupción.

No fuimos un caso único. Cuando hay dinero, por desgracia, se mete mano en la caja. Siempre y en todas partes. Es inherente al ser humano. En EE UU y Europa, la banca de inversión se dedicó a lanzar todo tipo de activos tóxicos cuyo subyacente acababan siendo las hipotecas que la gente no podría pagar en caso de una contracción económica que revirtiera mínimamente en el empleo. Y así ocurrió, con la quiebra de Lehman Brothers como gran exponente del caos. Se nos fue la mano a todos. A la banca de inversión, pero también todos fuimos un poco culpables. Prácticamente, cualquier individuo en el mundo OCDE abarcó más de lo que debía.

José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Solbes. Foto: José Oliva / Europa Press (Foto de ARCHIVO)

En España, fueron especialmente culpables el PSOE de Zapatero, Solbes y Taguas, que negaron que viniera una crisis por activa y por pasiva, abriendo los grifos a tope justo cuando tocaba mantener los depósitos lo más llenos posible. Tuvieron que irse del Gobierno, finalmente, obligados por Europa, después de bajar el sueldo a los funcionarios. Echaron la culpa a EE UU y después, al PP, de los recortes, que no sólo causó ZP, sino que comenzó a aplicarlos de manera descarnada. Así se escribe la historia.

El plan de rescate a ambos lados del Atlántico que se implementó en modo emergencia era el que se tenía que aplicar, pero por desgracia, nadie supo qué hacer a partir de ahí. No hubo hoja de ruta. Es en ese momento donde se certifica ya la muerte de la Edad Contemporánea, marcada por la eclosión de las democracias, las clases medias y, por fin, la prosperidad. Sin duda, el gran avance del Siglo XX.

A partir de 2010, llegó un gran vacío. El miedo era terrible por todas partes: había aparecido de manera muy real la posibilidad de un colapso financiero total, en el que el apocalipsis habría sido democrático, es decir, se habría llevado por delante a todos. Ricos y pobres. Nadie aseguraba que eso no se repitiera de nuevo.

Sin modelo que seguir, se optó por dar el poder a los estados. No había más. Y lo están ejerciendo con mano de hierro, en una espiral viciosa: no hay crecimiento por la enorme carga impositiva global, lo que impide que surjan oportunidades (esas que citaba en 1996). La gente lo nota y ¿dónde se refugia? En más estado.

Justo lo contrario de los años 90: una transferencia de lo privado hacia lo público. Eso se llama comunismo.

Estamos generando un mundo de enormes capas políticas, pequeñas mini élites ultra híper mega millonarias; muchas de ellas autodisculpándose en sociedad al enarbolar la bandera greenwashing-woke y una población sin mucha más expectativa que hacerse funcionario.

Así, están llegando al poder auténticos botarates (califico, no insulto), que prometen desde el estado lo que la economía asfixiada no logra ofrecer. Y en 2023 se escuchan discursos que a finales de los 90 habrían provocado la risa en el 80% del globo: “capitalista despiadado”, “redistribución de la riqueza por el estado”, “banca pública”, “intervención de mercados” y, en definitiva, una elegía de lo público cuando, en el año 2000, había plazas de funcionario que no se cubrían por falta de interés. Eso ocurrió en España.

Todo ello, aderezado con una batalla buenista de ecología woke, ESG, inclusiva, etc etc, sin modelo energético; mucho menos industrial y socavamiento de lo más tradicional: desde colocar la propiedad privada en el punto de mira al anuncio de decenas de sexos, que los niños no son de los padres; el piropo es un acto delictivo, las ratas tienen derechos o la carne es antiecológica… por citar cuatro o cinco boutades al vuelo. Todo va unido.

En definitiva, estamos ante la ejecución de políticas comunistas. La clase media, la gran perjudicada y pagana de todo esto. Se ha dinamitado cualquier espíritu aspiracional. Estamos frente al viejo mito de Lenin: “el estado será Dios”. España es un desastre, por supuesto. No puede haber un gobernante más mediocre que Pedro Sánchez, un auténtico bueno para nada que, al igual que Zapatero, no querían ni en el propio PSOE, pero que parece casi un moderado ante los descerebramientos de Belarra o Montero. Ver en el Congreso debatir (por decir algo) a Óscar Matute, de Bildu, cuyo gran mérito vital es haber sido activista de la insumisión, con Rubén Manso, que será de Vox (¡anatema!), pero es doctor en Economía, abogado, inspector del Banco de España y fundador de una consultora, es un insulto a la inteligencia. Insulto, pagado con dinero de todos.

Pero es lo que hay. No sólo aquí: Europa es un cementerio de mediocridad absolutamente atascado. Las buenas intenciones que nacieron de aquel tratado del Carbón y el Acero y que alcanzaron su punto culmen en la unificación alemana y después el euro, han gripado. El viejo continente muere de asco, en una defensa a ultranza de un estado del bienestar que se pretende aumentar, sin tener ni idea de cómo se va a pagar. Echarle la culpa a Juan Roig, que genera 100.000 empleos directos con sus propias manitas es una muestra más (sangrante) de que nuestra casta politocrática no tiene la más mínima idea de por dónde van los tiros ni de cómo se genera la riqueza.

Tampoco tiene pinta que la solución vaya a ser un Feijóo campeón de la política profesional, que no dispone del menor programa-país para los próximos 10 años, como sí lo tenía Aznar.

El mundo necesita ponerle un nombre a la nueva era y, sobre todo, tener claro cuál va a ser el modelo de esta. El comunismo no podrá ser, está más que demostrado, aunque el ser humano disfruta repitiendo errores. Y como continúa la incertidumbre, se le traslada la responsabilidad a un estado, siempre ineficiente y gobernado por los menos válidos para la vida civil. Pero esto es algo de paso, aunque el impasse dura lustros en Venezuela o Argentina, por ejemplo.

Tampoco yo tengo muchas ideas de futuro, aunque me gustaría que llegara un mundo en el que se respetara la individualidad y el proyecto personal de cada uno. Que volviera la prosperidad. De verdad, no la que promete un estado siempre ineficiente e históricamente corrupto. Con oportunidades, por supuesto y con las coberturas para que nadie se quede colgado. Sí a la desigualdad, no a la pobreza. Porque yo no quiero ser igual que nadie, quiero poder ir a mi aire.

Entre otras cosas, afrontamos el reto del alargamiento de la esperanza de vida. Algo muy bueno, pero tenemos que aflorar soluciones, vitales y económicas. Hacen falta los mejores talentos para esbozarnos un futuro. Con buena voluntad, ideas y sin corrupción. Y sin comunismo.

Manuel Lopez Torrents

Periodista económico. Empresas, mercados, inversiones, medios... Un día dije que bajarían el sueldo a los funcionarios o que vendría una amnistía fiscal y me llamaron loco. Quizá por eso siempre admiraré al que me dijo que la banca de inversión americana iba a quebrar mucho antes de que lo hiciera. No era un adivino, sólo miraba sus balances. Me gustan la prosperidad, y la clase media. Escribí tres libros de economía